Voy caminando
entre un campo de camelias y amapolas,
rozando con las palmas de las manos
sus pétalos frescos y sorprendidos.
Levanto la mirada y de pronto
me veo a mí con 10 años.
Una niña dulce, ajena y futurible
como el pequeño fruto que cuelga de un manzano.
Me tengo enfrente,
una niña rodeada de neurotransmisores amarillos
que camina a varios centímetros del suelo
asida por cables transparentes de unos sobacos diminutos.
No me resisto a tocarle ese pelo corto.
Huele a felicidad;
de esa que no tiene causa, que nace un día por que sí
y se va una tarde sin despedirse, por mil razones.
La siento en mi regazo,
entre colonia fresca y telarañas de colores
y hablamos largo y tendido.
A ella le gusta jugar a que hemos llegado a ser otra cosa.
Enfermera, serpiente de cascabel, hermana de alguien…
y me recuerda, que
nacimos empapadas y anfibias.
que me deje mojar, que me olvide en casa el chubasquero
que me sumerja, porque puedo salir nadando a braza,
hasta del lodo.
Ella baila, porque le gusta
no porque se le dé bien
-qué envidia- le digo
y me saca a bailar
y ya todo lo demás no importa.
Pero antes de despedirnos,
en el borde de ese acantilado sin mar que es la vida
le digo algo al oído
y ella sonríe ampliamente,
como si siendo tan pequeña
no llegara a conclusiones importantes.
Me pregunta las coordenadas,
quiere saber el sitio y la hora exacta,
para estar cerca
para no poder evitar
cruzarse contigo.